Cuando la noche cayó sobre Lisboa

III

QUÉ inútil y qué sórdida
sonaría una esquela
para un hombre tan solo,
y qué ridícula
la expresión de los guardias
cuando abrieran
la maleta pensando
encontrar cocaína
y sólo vieran folios,
discos magnéticos,
apuntes,
instrucciones de software,
unos cuantos poemas
                                de soledad
                                                 y muerte
garabateados con un bolígrafo
                                             rotulador,
un libro de Cummings
y otro de Pessoa con una servilleta
atravesada en una página
con un verso marcado:
cruza las manos sobre la rodilla y mírame
[en silencio
en esta hora, compañera, cuando no puedo ver
                                         [que tú me miras.


                       Día Dos

         Una rara historia de amor


BAJO el canalón,
que escupe el agua ansiada
después de tantos meses
de rogativas,
una pareja extraña,
vestidos ambos de riguroso
                                          luto,
se amaban en silencio,
(o eso me pareció
cuando abrí la ventana
para oír sus palabras).
Ella dijo: «¿Me quieres?»
(la traducción es mía)
y el contestó: «No más
que lo que tú me quieras».
«Entonces, hasta siempre»
dijo ella posando
sus labios en los labios mojados
por la lluvia.
Luego dio media vuelta,
miró hacia la ventana
donde yo me apostaba
y me lanzó sus ojos
heridos por mil noches
de amor.
La vi (la vimos)
alejarse despacio por la acera
moviendo un cuerpo frágil
que deseé en mis brazos.
Todavía recuerdo la calle despoblada
el eco de sus pasos rebotando en la lluvia
y el vaivén increíble de sus pechos
empapados,
                   jovencísimos,
                                        deseados
bajo el oscuro suéter
cuando al poco
se volvió lentamente a mirarnos
(es cierto, me miró)
y decirnos adiós.
Aún me duele su beso,
el sabor a tabaco y a cerezas
de su boca increíble.
  

Día Catorce

Pequeña letanía en el aeropuerto


Quise llamarte, quise

decirte que esperaras
esta noche despierta
                                hasta las doce,
erguida, preparada
para el tesón ardiente
de mis manos trepando
                                por tu cuerpo.
Quise llamarte, pero
se cortó la llamada
en el momento justo
                                en que tus manos
despacio, sin urgencias,
tan firmemente suaves,
iban a comenzar
a desnudarme
(lo peor fue el retraso
de mi vuelo).
 

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